Flores: de Labuahan Bajo a Bajawa

César y Koen se llevaron muy bien desde un comienzo y estaban felices de acompañarnos hasta Moni, mientras que Peter manifestó sus deseos de continuar sólo. El Irlandés era un tipo muy especial, extremadamente educado y cordial. Un viajero de puro olfato. No tenía guías de viajes, ni mapas y menos una ruta a seguir, aunque hablaba la lengua local a la perfección. Le cargaban los alemanes, los ingleses y en general todos los europeos. Si había sido parte de la excursión a los dragones, era porque salía más barato arrendar un bote entre nueve, que ir sólo. A nosotros nos miraba como tipos de otro mundo, por lo que no caímos dentro de los humanos que quería evitar. Cuando me levanté a tomar desayuno el día de la partida, traté de convencerlo para que se fuera con nosotros a la pista del cocodrilo milenario, pero se excusó con extrema amabilidad. Al despedirnos, tuve la sensación que sería nuestro último encuentro, ¿se podía tener tanta certeza?

Rápidamente cerramos nuestras mochilas para salir con un timing perfecto desde Labuahan Bajo con destino a Ruteng, en un trayecto que tomó casi seis horas. Largo viaje por delante, así que durante el trayecto fuimos cantando temas latinos en el último asiento con Gecko y Poncho, mientras Koen escuchaba música por audífonos. Parecía una especie de festival el que teníamos arriba del bus con tonadas que iban desde Maná hasta Los Prisioneros y con toda la gente mirándonos con unos ojos de admiración tremendos. Al llegar alojamos en un losmen bien equipado con cama doble y tres camas más, así que espacio sobraba. Compramos una botella de Arak que dejaron al mexicano hablando estupideces divertidísimas. Parecíamos un buen grupo y de hecho lo éramos. El agotamiento del viaje parecía no provocar estragos en el Gecko, quien cuidadosamente comenzó a desmontar el equipo de música desde su mochila. Tonificantes ritmos brasileros amenizaban la velada, mientras el sonido saliente llamaba la atención de los niños que se encontraban jugando en la calle, haciendo que nuestra pieza se viera invadida de pequeños personajes que querían bailar, jugar, tocarnos o sólo vernos. La curiosidad y simpatía hacia nosotros era conmovedora porque uno pasa a ser la estrella del pueblo a quien todos desean hablar y acompañar, lo cual fue aprovechado por el Poncho mexicano con picardía. César era físicamente idéntico a los locales, partiendo por sus 158 centímetros, por lo que más bien parecía un tipo macanudo recién vuelto a su pueblo después de haber conquistado el mundo. Los indonesios le hablaban en Bahasa esperando alguna respuesta de nuestro compañero, cosa imposible por supuesto, así que tuvo que pedirle auxilio a Koen para que las hiciera de traductor. Mientras el holandés le explicaba a un pequeño grupo reunido que César era un mexicano común y corriente, Poncho, aún prendido con los Arak de la noche anterior, comenzó a llamar la atención de unas sonrojadas jovencitas locales que por entonces miraban simplemente la vida pasar.